sábado, 7 de enero de 2012

Seguridad.




Nuestra sociedad, la que hoy conocemos con esos valores materiales exacerbados, cuyos ingredientes espirituales parecen en decadencia, sobreestima el ideal de la seguridad. En medio del sobrevaluado materialismo que nos rodea, que nos afecta con sutiles envolvencias, el ideal “espiritual” de la seguridad prevalece, sin que percibamos que es una irrealidad dentro de tanta utopía. Hablamos constantemente de ese deseo de ser felices, de ese anhelo aspirante de hallar la felicidad –a cualquier costo- pero sin soltar las amarras a cualquier cosa que nos brinde la sensación de seguridad, particularmente si tal “estímulo” parece real, evidente y de algún modo palpable.  
De niños somos formados (o deformados) con los valores que nos inducen a vivir mucho de nuestro presente. En la escuela se nos motiva a tener aspiraciones, desmedidamente grandes a veces, puesto que no estamos considerando las realidades de nuestras aplicaciones al estudios, al trabajo y, quien tiene menos desempeño académico, menos notas altas en sus boletines mensuales, tiende a decir: “Quiero ser doctor para ser rico… y luego millonario”. ¿La riqueza, en su más amplio sentido, llega sin esfuerzo alguno o sin ningún propósito, distinto a nuestra auto indulgencia?

Queremos comprar la dicha y ésta, si se halla, no tiene precio ni lugar. Ansiamos la felicidad, que no tiene color ni forma, y tampoco se halla en los escondrijos del sacrificio ni en las abstenciones forzosas que nos causan la voluntad ajena, los caprichos y mucha suerte de imprevistos. ¡Dios! ¡Háganos entender!

Ud puede tener suficiente dinero para comprarse un auto blindado y ello no le garantiza rodar seguro. Ud puede comprarse un chaleco antibalas, un casco para guardar su cabeza y, una bala perdida puede entrar por su ojo -una porción de su cara- o un dolor interno, cerebral, puede reventarle las arterias en un derrame o causarle continuas cefalalgias. ¿Dónde está la protección?
Humanamente hay muchos medios para evitarse “un dolor de cabeza” (en ambos sentidos). Uno puede reducir los factores de riesgo con un decidido estudio de conciencia, analizando multitud de situaciones de riesgo y las fórmulas correctivas, pero el alcance de este esfuerzo es sólo correctivo, preventivo y no da una definitiva GARANTÍA, que es lo que, al efecto, en el fondo se busca. Uno desea y aspira a una garantía de ascenso constante en una empresa, donde cada día se gane más dinero trabajando menos (permaneciendo en dicho lugar menos tiempo) obviando ese acuerdo de 8 horas que nos sirvió para ser contratados, pero que nos alejan del disfrute del hogar, de nuestros seres queridos y de otros apegos.
Hoy, en nuestras aspiraciones de confort y dicha, ya el mendigo desearía que cualquier “contribución” les llegase directamente a su cuenta bancaria; que nuestros pagos mensuales nunca tuviesen ningún descuento por concepto de impuestos nacionales o incrementos a los servicios básicos y que, cada día, los que pagan por los tales, constatasen que el Estado hace el mejor uso administrativos de sus contribuciones y que los mismos se revierten en más beneficios a las sociedades y comunidades donde residen sus contribuyentes; pero tal aspiración a más “seguridad” es sólo una ansiedad, un anhelo vacuo, pues, la corrupción administrativa y la negligencia burocrática sólo piensa en su conveniencia y en el cómo enriquecerse a expensas de los contribuyentes, y no en el bienestar de la nación que les da una plaza de trabajo TEMPORAL y una oportunidad de servir al prójimo, dándoles el chance de enmendar y cambiar… (El Estado no administra los recursos capitales como lo haría una buena empresa: El primero despilfarra, la segunda genera más recur$o$).

No sé cuántas personas tengan la experiencia de haber atrapado o salvado la vida a un azulejo. Puede que uno lo rescate de alguna caída del natural nido de sus padres o puede que uno se enamore del polluelo y decida criarlo, en casa, haciendo la ardua labor de padre y madre azuleja, llevándole al pico -su la boca- trocitos de alimentos, insectos o frutas, hasta que la linda e indefensa ave comienza a comer por esfuerzo propio… mi mamá y uno de mis hermanos hicieron eso. ¡Yo mismo tuve la experiencia de alimentarlo! Y la forma en que lloraba por comida (piando) me producía cierto pesar, lástima, y daba la sensación de que nunca estaba satisfecho o contento. “Pedía” su comida constantemente, en particular cuando notaba el vuelo de algún ave, especialmente si eran sus padres, quienes –a fin de cuenta- insistían en alimentarlo dentro de la jaula que mi madre y hermano tuvieron para alojarlo, pero en compañía de unos periquitos australianos (Love Birds).

Alguno de nosotros le daba cambur, harina de trigo y poquísimas hormigas, mismas muy escasas en un apartamento, pero el animalito insistía en pedir más, incluso, incomodando. Yo tenía la sensación de que era mejor soltarlo, pero mi hermano deseaba conservarlo y mi mamá consideraba el riesgo de que un gato se lo comiera, a la primera oportunidad que volviera a caerse del nido, cercano a la casa, pero no suficientemente seguro o apropiado, para que el animal volviera a caerse, como lo hizo sólo una vez. Por su parte, el amor o la lealtad de los azulejos progenitores, les llevaba a traer más alimento al polluelo que les gritaba dentro de su jaula. Aunque  el animalito era indefenso, débil, en principio, tenía buenas cuerdas vocales, y no cesaba de llamar y pedir comida, a lo que sus padres –prudentemente- aprendieron a acercarse a esa suerte de cárcel y, en la medida de sus posibilidades, amor y tiempo, llevaban más comida al animal cuyo plumaje florecía mientras aumentaba su tamaño y confianza (lo tomábamos con cuidados, en el puño, y le metíamos la comida, cualquier cosa que él pudiera asimilar).

En más de una ocasión vi a los padres sobrevolar el sitio para cerciorarse de que su llegada no sería amenazada con nuestra presencia. Había un protocolo de sonidos entre el bebé encerrado en la jaula y cualquiera de los padres (se turnaban y supongo que, uno y otro comería primero, para poder llevar el alimento adicional a su criatura). Cuando ellos no lo hacían primero, mi mamá, mi hermano o yo lo sacábamos de su prisión y le dábamos cambur, mismo que lo hidrataba y le aportaba energía con sus azúcares (y no sabemos qué resulta ser la mejor dieta para un azulejo, en su estado natural, excepto insectos). En más de una ocasión mi mamá tuvo inconvenientes para sostener la inquietud del animal que ya se defendía o prefería –por instinto- alejarse de sus captores y, tras caérsele en el suelo, lo remataba en sus temores un pequeño perro faldero que lo atrapaba, como queriendo comerlo (no lo hizo, gracias a Dios, pero “Pedroso” ayudó a su recaptura).
Curiosamente, cuando el animal logró cierta adultez (3 meses) los padres insistían en visitarlo, pero ya no para llevarle comida, sino para servirse de la que él animal ya había aprendido a comer dentro de su prisión (y falsa seguridad).  Uno podría ver las habilidad que ya tiene para comer una mosca, cualquier volador, que hoy se le acerque; pero antes dependía de la jeringa de una inyectadora o pitillo, para asimilar lo poco que uno supo darle. ¿Qué conoce por seguridad dentro de los pocos lujos de su prisión, donde la raza de los animales que lo acompañan es tan distinta a la belleza de su canto, plumaje y color?
Pienso que, una de las grandes bendiciones nos ha dado Dios con la vida, es la libertad de escogencia, el valor trascendental de cada decisión que toma el hombre o la mujer. Uno puede elegir “mal” o “bien”, pero el profundo valor no está en la calidad o cualidad de la escogencia, sino en el hecho, en la libertad que cada ser tiene de decidir, sea para bien o para mal. Uno procura lo mejor y, no siempre, el resultado es el esperado, pero lo valioso es ese paso –en libertad- que cada individuo toma, SEA POR INICIATIVA PROPIA O POR ACUERDOS en un grupo de dos o más personas.
Un prisionero verdadero, sea de sus vicios o defectos, aquel que esté privado de su libertad física de movimiento o desplazamiento, goza de cierta libertad de decisión, aunque no son las mismas de quienes vuelan -como aves- en lo más lato de sus individuales cielos, con la libertad de sus autonomías económicas de vuelo o según la sabiduría de cada momento. Las aves prisioneras, lamentablemente, dependen –en mucho- de quien las alimenta y, aún así, las que están privadas de sus libertades y capacidades, sirven de fuente de bendición y sustento a esas que física y espacialmente están libres, tal como aquellos padres que parasitan sobre el alimento dejado al beneficio del ya crecido azulejo que convive en la morada pensada para cinco (5) periquitos australianos. ¿Podrá llevar una vida de parejas con una especie diferente? ¿Podrá tener sexo con una hembra tan distinta o procrear y criar sus propios hijos? (la verdad no sé si es macho o hembra, pero tendrá necesidad de sexo).

La respuesta cierta, para estas cosas, las sabe Dios; pero es poco probable tenga la experiencia liberadora de volar y buscar la pareja de su escogencia, porque está privado de su vuelo natural, la experiencia del contacto con los de sus propia especie y –pese a que come lo que le pongan- no saboreará otros “platos” que sí disfrutan sus padres.

En un sentido, durante esta búsqueda de la “seguridad”, los humanos –también- caemos en la prisión de ciertas trampas que nos impone la vida. Puede que conquistemos la riqueza material, aquella de sobreabundancia de dinero, aquel que no se termina de gastar en caprichos temporales, pero que no llega a satisfacernos, excepto colmando la avaricia de muchos o en el agradecimiento ded la simplicidad de pocos: ¡Sabe Dios!

Estoy seguro de no hallar la felicidad ni la seguridad económica con un par de millones. Creo no llegar a satisfacer la demanda económica de mis hijos ni la mía propia y, de llegar a tener la bendición de una buena entrada de dinero, es muy probable que la “seguridad” de hoy se vuelva en la ansiedad que no anhele mañana.

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