sábado, 5 de mayo de 2012

Telegrama tardío




Hace 5 décadas muy pocos pensaban en el poder de la palabra, salvo aquellos que fueren asiduos soñadores en las lecturas fantasiosas de Julio Verne y la ciencia ficción de esos días. Creo muy pocos cuantificaron el impacto del verbo, su gracia creativa o su poder transformador, excepto los estudiosos de la mente, subordinados a poderes económicos o políticos (en un instante, pensé en el entorno de Hitler, y toda su propaganda que llevó al mundo a la guerra).



Marconi y toda esa gente de Italia, enamorada de las posibilidades que ofrecían las ondas hertzianas, las muevo a una esquina. A otro grupo, como a ese insigne Aristóteles que se desdibuja en el recuerdo de un par de lecturas, lo ubicaría en el poder de las palabras, el encantamiento de las ideas; pero tampoco él vio con la misma visión el efecto que Dios sí ha pensado en relación a Sus dichos, venidos desde lo profundo de Su Espíritu, manifestados en el universo, y revelados en el Jesús histórico, posterior a la gloria que la historia narra, una vez abatida la Grecia de hoy, antes de otra crisis recurrente: Los tiempos se repiten.



Hace 70 años, muy pocos habrán pensado que sus palabras permanecerían. No recuerdo a nadie que pensase que sus escritos serían leídos por sus hijos, por sus nietos, y que finalmente, serían amados, nostálgicamente queridos o aciagamente aborrecidos. ¿Cómo saberlo?



Un escritor como Horacio, una escritora como Emily Brontë, poco pensaría en la proyección de sus historias, más allá de la primera década, luego de su ejercicio de trabajo (me quedo con las letras de Emily). Oscar Wilde, aunque un genio muerto, sus palabras se reimprimen y parece no querer morir, como el mismo “Dorian Grey” ¿Quién añora la ausencia de los beneficios de la presente vida? ¿Acaso la ancianidad priva a miles el pensar en el surco de sus vivencias?



Nadie habría pensado en lo obsoleto de un fax o un telegrama, décadas atrás. No hace mucho pude librarme del apego de esas cartas, epístolas de mi padre con mis tías y mi abuela paterna, y hasta un par de telegramas había en ese lote. ¿Pueden imaginar la sensación que se siente al ver el puño, el carácter de cada letra y la emoción perfumada de cada trazo, escritos hace más de 45 años? ¿Tienen idea de las emociones y frustraciones que en la historia se han escrito y sus páginas se han descoyuntado o vuelto añicos?



Goethe, en alguna parte de su Werther, supo pintar la imagen romántica de muchos hombres que emocionalmente se suicidan (no tendría erudición suficiente para alabar el trabajo inspirado de hombres y mujeres que han aprendido a sondear sus almas, y volcarlas en letras). ¿Ha leído alguno esas palabras dolidas (en la Biblia) donde hombres, inspirados por algún hálito divino, han descrito la desazón de la infidelidad, la frustración de la indiferencia, el resquebrajamiento de lo sublime de las intensiones, cuando alguien le da la espalda o -a propósito- le acuchilla con una traición a ese amor? Hay varios profetas que han diagramado ese amor maltrecho, ese celo de hombre, cuando una mujer se revuelca con el cuerpo de otro. He padecido la indolencia que esos autores narran -de parte del Dios de Israel- cuando ellos en su vida describen lo que prácticamente Dios siente al atestiguar sobre una infidelidad sexual. Ellos usan imágenes antropomórficas para describir a Israel o a parte de ese pueblo. Usan a sus mismas esposas -ciertamente prostituidas- para hacernos entender cómo Dios ha visto la infidelidad emocional. ¿Acaso no me duele, siendo yo vulgarmente promiscuo?



Hace varias décadas, antes de conocer el poder de la presente era de datos, me publicaron un anuncio en la revista “Tú” (Bloque de Publicaciones de Armas) (me parece). Ingenuamente, pensé recibiría dos o tres cartas: ¡Casi 200! ¿Cómo sabría manejar ese abanico de posibilidades? ¿Qué conciencia tenía de los sentimientos que estaban en mis manos? ¿Cómo financiaría ese costo postal, si dependía económicamente de mi padre?

De ese grupo de cartas, sólo me fasciné con Noemí Ruiz Betancourt, de México. La mayoría de lo que me decían me pareció superficial, común, hasta insípido y, ahora que pienso distinto, podría haberme equivocado (de hecho me equivoqué cientos de veces) y todo eso me ha afectado, hasta el presente, pues, ¿cómo saber qué fue lo mejor debía hacer?.



Noemí era una muchacha realmente fiel y cristiana (no me cupo dudas). Su constancia, su cariño siempre sincero, lo dibujaba con multitud de colores, en su repetida constancia; aunque yo me oponía a sus consejos, mismos que insistían en querer evangelizarme (qué pagano le adversaba). Cuando recibía sus cartas, mi vida se llenaba y, no sabría explicar cómo dejé la atención debida de la correspondencia de otras. Una parte de mí ya no quería recibir cartas de muchas partes del mundo, de aquellas de habla hispana. Otra, aún sorprendida, se maravillaba de la cantidad de gente que hizo grandes esfuerzos para comunicarse en mi propio idioma y, naturalmente, alguien que no domine el español tendrá dificultades para volcar sus ideas en el idioma ajeno. Todavía así, varias gringas escribieron. ¡Qué descortesía e irresponsabilidad la mía! (¡Perdón!) (Algo tarde).



Casi puedo reírme con mi difunto padre, pues, a él le mostré algunos de los sobres que recibía de Noemí y, a diferencia de los emails, uno podía conservar el perfume de esas cartas de papel. Deleitarse en el tiempo y el cuidado que cada persona ponía para elaborarlas, pensarlas, y hasta corregirlas en el mimo papel (Noemí no era sí) (¡Claro! Era maestra) (En muchas cosas).



Me causó cierta desilusión la primera foto que recibí de ella...



Patty Nápoles, una gringa, tenía una hermosa cabellera dorada, una nariz ligeramente desproporcionada, y me honraba al tratar de compartir con un individuo que vivía en el 3er mundo, en una cultura y economía totalmente ajena a la de ella: Era previsible.



Noemí, por el contrario, había ganado mi alma; pero mis vísceras respondían a un aspecto visual que no se había revelado y yo no sentía necesidad de conocerla físicamente... Cuando llegó aquella foto, la que me parecía pequeñita y en blanco y negro microscópico, mi alma se rebeló a esa verdad que sólo vi o entendí en la parcialidad de aquel momento (y no recuerdo qué le escribí) pero la herí (no merezco tu perdón) (y ciertamente sé que me lo habrás dado, si en alguna parte todavía vives).



A esa edad, de mi parte, sabía que tenía un alma, esta mente que escribe; pero no conocía el vínculo que une a ésta con lo visceral. Sabía que podía tener una suerte de emociones, alucinaciones verbales, pero no sabía que ellas se somatizan, que se verbalizan en la carne, y que uno se deja llevar por las expectativas del engaño de nuestras fantasías y -de un momento a otro- lo que parece ser deja de serlo: Como esa palabra dicha que, una ves escrita, pierde el calor del aliento.



Podría revisar el rincón de mis recuerdos y probarles la belleza de sus adornados sobres, mismos que Noemí pintaba en sus perfumes -para mí- junto a la multitud de inmerecidas cosas que escribía, en medio de aquellas dulces emociones que supo despertar...



¡Qué desengaño! (yo lo he sido). A decir verdad, en medio de su amorosa sinceridad, ella hubiera sido la primera persona que se hubiera atrevido a salir de sus fronteras -en mi vida- para probarme ese amor y esa lealtad que yo no le supe corresponder (Gracias a Dios no la herí, también, de ese modo).



No justifico lo que hice ni podría pensar en cómo defenderme. Tarde ya, olvidado quizá el asunto (espero así sea de su parte) creo saber cómo debieron haber sido algunas cosas: ¿Qué tal si toda mi vida equivoqué en ese simple error? ¿Habré sido recurrente en la misma falta?



Una cosa sé. Dios nos hizo con suficientes sentidos para usarlos y comunicarnos: En 1er lugar, con nosotros mismos y, luego, con el resto del mundo. ¿Volvería a meter la pata de ese modo? ¡No lo creo! (y con mi vida resarciría) (me refiero a que pagaría el daño: Antes no lo hice).



¡Doscientas cartas!



¿Qué podría decirles para que, algunas, llegasen a perdonarme por aquella descortesía?



Nunca imaginé el alcance de un simple anuncio en un medio que pensé reducido en poder de convencimiento y en el tiempo. De haber sabido que ALGUNAS PALABRAS NO TIENEN FECHA DE CADUCIDAD, fecha de vencimiento, habría callado cuando me sentía solo, o triste, y deseaba un momento de atención o coincidir con otra persona que tuviere mis mismas necesidades o afinidades ¡No me conocía! (Y ello no me hace menos culpable ni responsable).



Si hubiera imaginado el alcance mundial de mis primeras palabras, donde buscaba un amor en una revista juvenil, no habría golpeado a Noemí, no habría desilusionado las expectativas de otras chicas (ahora mujeres) que buscaban la misma correspondencia que yo pedía en un papel impreso y NO LAS SUPE CORRESPONDER (tampoco podía) (tampoco hoy, por cierto).



Yo, allí, solicitaba amistad, y no la supe dar. Solicitaba a una persona, y yo nada fui para ella, ni para otras (la cagué, sin argumentar). ¡Cuánta inconsciencia de mi parte! Desilusionar a las personas, sus expectativas, como depredando en la necesidad ajena, que también es como la mía y la de todos.



¿Sabía lo que hacía? Tal vez, pero no cuantifiqué el alcance y “me deshice” del sueño ajeno con una carta –fotocopiada- que le envié a otras. “Respondí”, como un e-mail impersonal, que dice: “Hemos recibido su solicitud y, tan pronto se pueda, procesaremos su requerimiento”. ¡Qué payasada! Semejante a la avalancha de motorizados que irrespetan el derecho de paso peatonal, igualita que la morisqueta de los buhoneros que invaden las calles, y empujan a la gente al borde de las carreteras, a merced del humo y del tránsito automotor… ¡No soy muy distinto a ellos!



Desearía escribirles un telegrama. Desearía enviarles una carta, con esta disculpa, pero sus direcciones se han borrado, sus memorias me habrán olvidado, y quédome –aquí- arrodillado, confesándome en el sacerdocio de mis letras, junto al altar de mi verdad.



Antonio Toro

(Secular Hermit).



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