Que la esposa de Potifar quiso seducir, por fuerza
de la autoridad patronal, a José, el siervo que su esposo había
puesto a trabajar en su casa.
No quiero olvidar que, Sansón, aunque fue
dedicado por completo al servicio del templo de Jehová, tan pronto
creció con una promesa, fue tan proclive a la sensualidad y a la
lujuria como cualquier hombre mundano. No quiero ignorar que, como
todo hombre de buen principio (en lo mejor de sus viscerales deseos)
pidió tomar por esposa a la mujer que más le agradó a la vista de
aquellas que tuvo a su alcance, según creyó su gusto y en quien
halló buen parecer. Él hizo lo propio ante los suyos, lo debido
para ser querido y, por decisiones de quien fue su primer esposa,
ciertamente movida por coacción de infieles familiares, aquella
terminó dormida en los brazos de quien pensó sería un amigo. ¿De
qué sirvió ese amor, sino vengar y correr tras otra mujer?
No quiero olvidar que Job
hizo un pacto con sus ojos, para no
mirar a las jóvenes con los deseos sensuales que yo aún tengo y
admito (Job 31:1, 7, 9). No quiero olvidar que mi abuela suspiraba
por jóvenes galanes de la TV, cuando ella ya tenía setenta años, y
que la edad no es total impedimento para cualquier tipo de sueños,
en la nefasta infatuación ni en las eróticas fantasías.
No quiero olvidar que conocí a una mujer que me
gustaba mucho y que, sin prometerme nada y sin tener que dar mucho,
me confió lo que en su mente siempre había. Era una mujer de 42
años, con una hija de 16 y, cada vez que ella quería se metía en
el baño para auto complacerse, cuando deseaba ser eróticamente
saciada... A su edad, como muchas mujeres que quizá no se arriesgan
a confesar vivamente sus secretos, ésta deseaba tener una relación
con un joven de 25 años. Ella estaba consciente de que él, en algún
momento de su vida, la dejaría con cualquier motivo de rechazo. Ella
sabía que a su edad ya no tendría los encantos de los años mozos
pero, aún así, ella estaba dispuesta a pasar por la rivalidad que
la novia de aquel, en su momento, con reclamos la atropellaba con
desafíos: “Él es mío”
o “Yo soy su mujer”...
No quiero olvidar que, en medio de una relación
que sólo terminaría en un momento de sexo, quizá en otra suerte de
desengaños, esa misma mujer que alguna vez me gustó, confesó el
deseo de ser amada incondicionalmente pero ¿Quién podría, sin
firmes condiciones?
Ella deseaba un hombre que asumiera el reto de
amarla, cuidarla y darle casa propia. Ella deseaba un compromiso
formal donde ella fuera la mujer del hogar, la que de algún modo no
sería la mantenida, sino la Señora, mientras crecía -a su lado- su
única hija pero, para colmo de no pocos inconvenientes males (a su
edad) ella todavía tenía la obsesión fantástica de pasar una
noche con dos hombres a la vez, en una misma cama... ¿Qué macho que
se respete, con sincera cordura, se inmiscuye en una relación de
este tipo, cuya ventura no es fiable? ¿Le bastaría una sola noche?
Y, quien la amase y se prestase al juego de compartirla con otro ¿no
la prostituía, cediendo espacio a que otro hombre descubriera su
desnudez que sólo debía ser suya?
No quiero olvidar que, con la edad no se van los
deseos, aunque disminuya el poder o la resistencia de la fuerza.
No quiero olvidar que la religión no es una cura
para la pasión o la lujuria, pero sirve de cortafuegos a más
errores y males.
No quiero olvidar que, muchas personas disfrazan
la verdad que ciertamente no confiesan y que much@s, de alguna forma,
mienten o se prestan a la mentira.
No quiero olvidar que, muchas de las relaciones
humanas, nacen de la nada; pero se mantienen por conveniencia y que,
incluso, el amor de Dios es
condicional, pese a que el
evangelio barato del protestantismo tienda a repetir que “Dios ama
incondicionalmente” (de ser así, Jesucristo no habría tenido que
morir crucificado para hacer la voluntad de Su Padre).
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